En torno a un experimento imagDaniel Dennettinario de D.C. Dennett (I) 

Era difícil imaginar en 1978 que las tecnologías de almacenamiento, manipulación y transmisión de información hubieran de registrar un desarrollo tan fulgurante que unas pocas décadas bastaran para que cobrase sentido hablar de una incipiente digitalización del yo, cuyo alcance, aún hoy, nos cuesta calibrar.

         

cbbs.jpgEl temporal de viento y nieve que azotó aquel invierno la ciudad de Chicago sirvió para que Ward Christensen y Randy Suess crearan el primer Bulletin Board System, un ingenio que, merced a un protocolo de transmisión de datos binarios a través de modem creado por el propio Christensen, permitía a múltiples usuarios intercambiar mensajes -también software, o imágenes- a través de una línea telefónica. Pero acontecimientos sin duda más pasmosos atrapaban entonces la imaginación y el miedo de la ciudadanía. Pocos días después del temporal, un satélite soviético de exploración oceánica, Cosmos 954, regresaba a la atmósfera terrestre sin haber logrado desprenderse del reactor nuclear que albergaba, y se estrellaba contra nuestro planeta en algún lugar de los Territorios del Noroeste, en Canadá. En Washington, ya en primavera, el presidente Jimmy Carter anuncia que los Estados Unidos postergarán la producción de la bomba de neutrones. Sin atomic-blast.jpgembargo, la política de reducción de la tensión que el entonces Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética, Leónidas Brezhnev, llevaba impulsando desde mediados los años 60 -la détente– daba ya sus últimas bocanadas. Chile, Angola, Afganistán, Irán, Nicaragua: los continuos fogonazos entre las potencias anunciaban un nuevo recrudecimiento de la Guerra Fría. En las elecciones presidenciales del 4 de noviembre de 1980, Ronald Reagan se haría con el voto de 44 de los 51 estados.  Poco después, el recién elegido presidente proclamaría la puesta en marcha de su Iniciativa de Defensa Estratégica -más conocida como “Guerra de las Galaxias”. El acuerdo de no proliferación de armas nucleares estratégicas que Carter y Brezhnev habían alcanzado en Viena en 1979 nunca llegaría a ser ratificado.

          Daniel Dennett, entonces un joven filósofo formado en Harvard y Oxford, publicó en 1978 un atrevido ensayo en el que relataba cómo había sido captado por “unos agentes del Pentágono, que me pidieron que me prestara voluntario para una misión altamente secreta y altamente peligrosa. […E]l Departamento de Defensa estaba invirtiendo miles de millones de dólares en el desarrollo de un Sistema Supersónico de Tunelación Subterránea, o SSTS. Estaba diseñado para penetrar a toda velocidad a través del centro de la Tierra hasta depositar una cabeza nuclear ‘directamente bajo los silos de los misiles comunistas’, en palabras de uno de los jefazos del Pentágono.” Todo era una farsa, claro, pero las aventuras y desventuras inventadas por Dennett anticipaban la idea de la digitalización del yo probablemente mucho más allá de lo que Christensen y Suess hubieran podido imaginar.

 atari-cold-war.jpg

          La cuestión es que la participación de Dennett en la misión exigía una decisión heroica: debía desprenderse de su propio cerebro –lo que el Cosmos 954 no había podido hacer con su reactor nuclear. Para evitar daños neurológicos debidos a las radiaciones que la cabeza nuclear provocaba en las profundidades de la Tierra, el cerebro de Dennett sería extirpado, y “se guardaría en un lugar seguro desde el que podría ejecutar sus funciones de control normales a través de elaboradas conexiones de radio. […] Cada vía nerviosa aferente y eferente, según fuese seccionada, quedaría reemplazada por un par de transductores de radio microminiaturizados, uno conectado con toda precisión al cerebro y el otro a los muñones nerviosos de mi cráneo vacío.”

brain-in-a-jar.jpg           La cirujía -contaba Dennett- se había desarrollado, sin la menor desviación respecto a lo planificado, en el Centro de Aeronáutica Espacial Tripulada de Houston, Texas.  Mientras su cerebro flotaba en una cubeta que sostenía artificialmente sus funciones vitales, el cuerpo de Dennett sería trasladado a un emplazamiento secreto cerca de Tulsa, Oklahoma, desde el cual se adentraría en el ciclópeo túnel. Una vez allí abajo, justo cuando “me acababa de poner a trabajar con el soplete […] de repente sucedió algo terrible. Me quedé sordo como una tapia. Al principio creí que se me habían roto los auriculares de la radio, pero al dar unos golpecitos sobre el casco, no oí nada. Al parecer, los transductores auditivos se habían ido al garete. Ya ni oía a Houston ni me oía a mí mismo, pero podía hablar, así que empecé a contarles lo que había pasado. A mitad de frase, me di cuenta de que algo más andaba mal. Mi aparato fonador se había quedado paralizado. En ese momento se me durmió la mano derecha –otro transductor menos. Realmente me había metido en un lío. Pero lo peor aún estaba por llegar. Al cabo de unos minutos, me quedé ciego. Maldije mi suerte y maldije a los científicos por ponerme en semejante peligro. Ahí estaba: sordo, mudo y ciego, en un agujero radiactivo a más de una milla de profundidad debajo de Tulsa. Entonces falló la última de mis conexiones de radio cerebrales, y de pronto me encontré con un problema aún más pasmoso: hacía sólo un instante estaba enterrado vivo en Oklahoma, y ahora estaba en Houston, desencarnado. No reconocí mi nuevo estatus inmediatamente. Me llevó varios minutos de ansiedad hasta que caí en la cuenta de que mi pobre cuerpo estaba a varios cientos de millas de mí, con el corazón latiendo y los pulmones respirando, pero por lo demás tan muerto como el cuerpo de cualquier donante de corazón, y con el cráneo lleno de chatarra electrónica totalmente inútil.”

          Desde que despertara de la anestesia, la intervención quirúrgica había suscitado en la mentalidad filosófica de Dennett múltiples inquietudes, que al fin y al cabo de condensaban en una inocente pregunta -la que tanta gente hace al recuperarse de una anestesia general, o de una pérdida de consciencia por otras causas: ¿dónde estoy? Pero la respuesta, en su caso, era más espinosa de lo habitual, dado que su cuerpo estaba en un lugar y su cerebro en otro.

 soyuz-28.png

          En marzo de aquel año, el Soyuz 28 había completado con éxito su misión en el programa Intercosmos, acoplándose a la estación orbital Salyut 6. Uno de los cosmonautas  que regresaban a la Tierra con Soyuz 28, Yuri Romanenko, padecería terribles dolores de muelas durante buena parte del trayecto, que sólo pudo aliviar con agua caliente –y con los mensajes patrióticos y revolucionarios del camarada Brezhnev. Los desastrosos sucesos del túnel de Tulsa eran, qué duda cabe, mucho más graves que un dolor de muelas, pero  al menos servían para  aclarar algunas de preocupaciones filosóficas respecto a la localización del yo.

          Desencarnado, Dennett recuerda que su “[…] estado de ánimo era caótico. Por un lado, estaba muy excitado con mi descubrimiento filosófico y me estaba devanando los sesos (una de esas pocas cosas de toda la vida que aún podía hacer) intentando averiguar cómo comunicarlo a las revistas especializadas; por otro lado, estaba amargado, solo, y abrumado por la incertidumbre y el miedo. Por supuesto, esto no duró mucho, ya que mi equipo de mantenimiento me sedó y me dejó en un sueño sin sueños […]”. Despertaría un tiempo después para descubrir que los científicos del programa habían logrado conectarle a un nuevo cuerpo, sobre cuyo origen prudentemente prefirió no indagar. No en vano, un afamado novelista y divulgador científico, David Rorvik, acababa de publicar In His Image: the Cloning of a Man, un libro en que relataba su participación en un proyecto de clonación de un ser humano adulto -un magnate al que se daba el nombre de Max. El programa, según Rorvik, había culminado con éxito, aunque no podía aportar pruebas de ello. El 3 de marzo de 1978, el libro de Rorvik era portada del New York Post. Sea como sea, el hecho de que siguiera reconociéndose como Daniel Dennett, pese a que todo su cuerpo -salvo el cerebro- hubiera sido reemplazado por otro, fortalecía su convicción de que el cerebro es la sede del yo.

rorvik.jpg

          Pero el reencuentro corporal con su cerebro -la visita a la sala que albergaba la cubeta donde reposaba su cerebro- le reservaba nuevos motivos de estupor. En su primera llegada a esa sala, después de la operación inicial, Dennett había tenido oportunidad de combatir su propia incredulidad desconectando el interruptor del sistema de mantenimiento vital de su cerebro – un venerable gesto filosófico, emparentado con la serenidad con que Sócrates bebiera la cicuta. Naturalmente, eso había provocado su inmediato desmayo, pero los médicos sólo tuvieron que volver a conectar el dispositivo para reanimarlo.  En su segundo encuentro con su propio cerebro, Dennett había reiterado el mismo gesto, pero esta vez, para su desconcertada preocupación, no sucedió nada, ni siquiera un leve mareo. Ante sus protestas, el director del proyecto trató de tranquilizarlo: “Al parecer, antes incluso de la primera operación, habían construido un duplicado computacional de mi cerebro, reproduciendo por completo tanto su estructura de procesamiento de información como su velocidad computacional en una súper-computadora. Tras la operación, pero antes de atreverse a enviarme a mi misión en Oklahoma, habían tenido al programa y a [mi cerebro] funcionando en paralelo. Las señales que llegaban de [mi cuerpo] se enviaban simultáneamente a los transductores de [mi cerebro] y al sistema de input de la computadora. Y los outputs de [mi cerebro] no sólo se reenviaban a mi cuerpo […]; se grababan y se contrastaban con las señales que simultáneamente emitía el programa informático, el cual, por razones oscuras para mí, se llamaba Hubert. Durante días, durante semanas, los outputs eran idénticos y sincrónicos, lo cual desde luego no demostraba que hubieran conseguido copiar la estructura funcional del cerebro, pero suponía un apoyo empírico muy alentador.” Hubert Dreyfus, un filósofo de la Universidad de California en Berkeley que, como estudiante, había coincidido en Harvard con Dennett, había publicado en 1972 una durísima crítica de los trabajos de los pioneros de la Inteligencia Artificial y de sus presupuestos teóricos.

          El caso es que ya no era el cerebro de Dennett quien controlaba su nuevo cuerpo, sino su simulación digital. La sincronía entre ambos era tan perfecta que el propio Dennett podía, a su antojo, alternar entre el control biológico y el computacional de sí mismo con tan sólo pulsar un botón. La transición era suave como la seda: podía incluso producirse a mitad de una frase particularmente ingeniosa, y el cerebro o su réplica digital, según el caso, la completarían sin titubear. Dennett tenía, en el más pleno sentido de la expresión, un yo digital.

          Las oportunidades que ofrecía su nueva circunstancia eran casi inabarcables: “¿Acaso no había muchas cosas que me apetecía hacer, pero que, al ser sólo una persona, no había podido hacer? Ahora, un Dennett podría quedarse en casa y ser el buen profesor, padre y esposo, mientras el otro podría lanzarse a una vida de viajes y aventuras –añorando a la familia, claro, pero feliz por saber que el otro Dennett mantenía vivo el hogar. Podía ser fiel y adúltero al mismo tiempo. Incluso podía ponerme los cuernos a mí mismo –por no hablar de otras lujuriosas posibilidades que mis colegas estaban encantados de imponer a mi sobrecargada imaginación.”

jekyll_hyde_bg.jpg

          El signo de los días que había vivido desde que aquellos agentes del Pentágono se pusieran en contacto con él, sin embargo, habían hecho mella en el ánimo de Dennett, y le preocupaban más otras cuestiones. “El aspecto realmente inquietante de esta nueva situación era la perspectiva, que no tardé en advertir, de que alguien desconectara el repuesto […] y lo conectara a otro cuerpo […]. Entonces (si no antes) habría dos personas, eso estaba claro. Uno sería yo, y el otro sería una especie de súper-gemelo mío. Si hubiera dos cuerpos, uno controlado por [la simulación digital de mi cerebro] y el otro por [mi cerebro], ¿a cuál de los dos reconocería la sociedad como el verdadero Dennett? Y más allá de lo que la gente decidiera, ¿cuál de los dos sería realmente yo? ¿El que tuviera el cerebro [biológico], en virtud de su prioridad causal y su antigua intimidad con […] el cuerpo original de Dennett? Esa opción parecía demasiado legalista […] como para resultar convincente en un plano metafísico. La perspectiva de que existieran dos Dennetts […]me parecía aberrante, sobre todo por motivos sociales. No quería ser mi propio rival por el cariño de mi esposa, ni tampoco me atraía la idea de tener que compartir mi modesto sueldo de profesor con otro Dennett. Todavía resultaba más vertiginosa y más desagradable, con todo, la noción de saber tanto sobre esa otra persona, a la par que ella sabía lo mismo sobre mí. ¿Cómo podríamos mirarnos a la cara?”

Referencias:

Dennett, D.C. 1978. “Where Am I?”, en D. Dennett, 1978. Brainstorms: Philosophical Essays on Mind and Psychology. Cambridge, MA.: MIT Press / Bradford Books.

Dreyfus, H.L. 1972. What Computers Can’t Do. Nueva York: Harper&Row. Segunda edición revisada: 1979. Nueva York: Harper & Row. Tercera edición revisada: 1992. What Computers Still Can’t Do. Cambridge, MA.: MIT Press.

Rorvik, D.M. 1978. In His Image: the Cloning of a Man. Nueva York: Pocket Books. Traducción castellana de H. González Trejo: A su imagen. El niño clónico. Barcelona: Mundo Actual, 1979.